martes, 24 de mayo de 2016

La parábola del frasco y las piedras


Hemos trabajado con esta parábola en clase. Os la pongo a continuación.

Adaptado de diversas versiones
Fuente primaria: Julian Russell (citado por Nick Owen, 2003, La magia de la metáfora, Desclée de Brouwer, Bilbao)

Un muy famoso profesor chino de una muy famosa universidad china estaba sentado frente a un grupo de nuevos estudiantes. Quiso sorprenderles y sacó del escritorio un enorme frasco de vidrio, de boca ancha, translúcido y con ligeros reflejos verdosos; el tipo de tarro que algunas personas utilizan como recipiente para las legumbres o los cereales.

El profesor miraba a los estudiantes, pero no decía nada. Colocó el frasco sobre la mesa y después se inclinó a su derecha. A sus pies había una bandeja con un montón de piedras del tamaño de un puño. Cogió una de las piedras y con mucho cuidado la dejó caer dentro del tarro. Después cogió otra piedra, y otra y otra. Hasta que no cupieron más piedras dentro del tarro.

Se volvió hacia el grupo y les preguntó: “Díganme, ¿está lleno el tarro?”.

El grupo profirió murmullos mientras intercambiaban miradas de incertidumbre. Todo el mundo lo miró y asintió; todos los estudiantes estuvieron de acuerdo en responder que sí, que el frasco estaba lleno. Entonces dijo: “¿Están seguros?”.

El profesor se volvió hacia su izquierda. A sus pies había un balde con guijarros. Cogió un puñado de guijarros y con mucho cuidado los vertió a través del orificio superior del frasco. Movió el jarro haciendo que las piedras pequeñas se acomodaran en el espacio vacío entre las grandes. Puñado tras puñado, junto con las piedras, hasta que no cupieron más guijarros por la boca del tarro.

Se volvió hacia el grupo y les preguntó: “Díganme, ¿está lleno este jarro?”.

Esta vez el auditorio ya suponía lo que vendría y el grupo musitó que ciertamente parecía que ahora sí podría estar lleno, tal vez.

El profesor no dijo nada y se volvió de nuevo hacia su derecha. A sus pies había un cubo con arena gruesa. Cogió un puñado de esta gravilla y con cuidado la vertió por el agujero de la boca del tarro. Los granos de arena penetraron por los recovecos que dejaban las piedrecillas pequeñas y las grandes introducidas anteriormente. Piedras, guijarros y gravilla, puñado tras puñado, hasta que no cupo más arena en el interior del frasco.

Se volvió hacia el grupo y repitió: “Díganme, ¿ahora está lleno el frasco?”.

Se hizo un silencio. Esta vez los asistentes dudaron: ¿tal vez no?.

El maestro sonrió con ironía, pero no dijo nada. Se agachó de nuevo, echándose un poquito hacia atrás, hasta alcanzar una jarra de agua junto a sus pies. Alzándola, comenzó a verter el agua en la abultada panza del tarro. El líquido resbalada entre las piedras, los guijarros y la grava, pero el frasco aún no rebosada. Hasta que no cupo más agua por la boca del tarro y amenazaba desparramarse hacia fuera.

Se volvió hacia el grupo y de nuevo preguntó: “Díganme, ¿está lleno este jarro?”.

Se hizo un silencio todavía más profundo que el anterior. El tipo de silencio en que los estudiantes comprueban si tienen los bolígrafos en su sitio o si llevan los zapatos limpios. O las dos cosas.

Con parsimonia, el profesor movió su silla hacia atrás al tiempo que recogía de debajo una pequeña cuartilla de papel azulado sobre el que había un pequeño montón de sal fina. Cogió un dedo de sal y con cuidado la disolvió en el agua del extremo superior del cuello del tarro, esa pequeña cantidad de líquido que siempre queda en la superficie después de cubrir las piezas sumergidas. Dedo tras dedo en el agua, junto con la arena, las piedrecitas y los pedruscos, hasta que no fue posible disolver más cantidad de sal en el agua del extremo superior del cuello del frasco.

Mientras él se volvía hacia el grupo, haciendo el gesto de abrir la boca como para hablar, un estudiante muy valiente se levantó y dijo: “No, profesor, todavía no está lleno”.

El profesor dijo: “¡Aaaah! Pues ahora está lleno”.

Dirigiéndose al grupo, les invitó entonces a todos los presentes a reflexionar sobre el significado de este acontecimiento. ¿Qué podría querer decir? ¿qué interpretación le daban ellos a lo que había ocurrido? ¿qué había demostrado el profesor y por qué lo había hecho? Pasados unos minutos procedió a escuchar las explicaciones de sus alumnos.


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Alguien levantó la mano y se puso en pie, explicando: “La enseñanza es que no importa lo llena que esté tu agenda, si de verdad lo intentas, siempre podrás incluir más cosas...”.

A éste primero le siguió otro, y otro y otro. Hubo tantas interpretaciones como personas había en sala.

Luego que el profesor hubo escuchado a cada uno de los estudiantes, les felicitó, diciendo que no tenía nada de sorprendente que hubieras tantas interpretaciones diferentes. A fin de cuentas, cada uno de los presentes era un individuo único que había pasado por experiencias únicas y diferentes de las de cualquier otro. Sus interpretaciones constituían el reflejo de sus propias experiencias vitales y de la perspectiva singular y única desde la cual divisaban el munco.

Y en este sentido ninguna interpretación era mejor o peor que ninguna otra.

Con esta exposición dio por concluida la clase de aquel día y comenzó el ritual cotidiano de recoger y ponerse en pie para salir de la sala. Pero los estudiantes permanecían sentados, siguiendo con la mirada cómo su maestro se disponía a marchar y con gesto de desasosiego.

“¿Qué les ocurre, no quieren irse a su casa? ¿O es que sienten curiosidad por saber cuál era su propia interpretación?”. La cual, por supuesto, según declaró, no era mejor ni peor que las de sus alumnos. Era sencillamente su propia interpretación.

Por supuesto, claro que sentían curiosidad y le animaron a explicarse.

“Pues bien”, dijo, “mi interpretación es que esta lección nos enseña que, si no colocas las piedras grandes primero, nunca podrás colocarlas después. Hagamos lo que hagamos en la vida, y sea cual sea el contexto en que nos encontremos, asegurémonos de introducir nuestras piedras lo primero”.

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